“Fast food arquitectónico” o “arquitectura cebra”: así define el equipo ckARMIN de la Universidad del País Vasco (EHU) la tendencia que está transformando la imagen de Donostia. Blancos, grises y negros dominan las nuevas fachadas, en una ciudad que -alertan- corre el riesgo de perder su color y su carácter. DonostiTik.com habla con los miembros del grupo: María Senderos (Dra. Arquitecta), Maialen Sagarna (Dra. Arquitecta), Ana Azpiri (Dra. en Historia del Arte), José Javier Pérez (Dr. Arquitecto), Juan Pedro Otaduy (Dr. Arquitecto), Mireia Roca (Arquitecta) y Fernando Mora (Dr. Arquitecto).

¿Cuánto hemos perdido del color original del Ensanche? ¿Se puede medir, o es una sensación que tienen ustedes al ver cómo se han transformado las fachadas?
En el centro de San Sebastián todavía no hemos perdido demasiado color, sobre todo porque muchos edificios son de piedra y conservan tonalidades naturales propias del lugar. En general, los edificios más antiguos se mantienen dentro de esa gama cromática característica que les da coherencia y personalidad.
El caso de Gros es distinto. Allí hay numerosos edificios modernos que, por su edad, no están protegidos, pero que tienen un gran interés arquitectónico y están siendo transformados. Si uno levanta la vista se encuentra con fachadas blancas y grises, frías y neutras, colores que antes no existían en el barrio. Basta mirar imágenes de hace apenas diez años -en Google Maps, por ejemplo- para ver que esos mismos edificios eran arena, ocres, rojizos, mucho más cálidos y coherentes con el entorno.
Ese cambio rápido hacia una homogeneización estética está borrando la identidad cromática del barrio y, poco a poco, está contagiando incluso a los edificios protegidos. Es una pérdida silenciosa, pero muy profunda.

¿Por qué creen que el color se ha ido borrando de la arquitectura urbana? ¿Tiene que ver con las modas, con los materiales nuevos, o con una idea de “limpieza” o neutralidad estética?
La percepción que la sociedad tiene del color en la arquitectura está muy ligada a la materialidad del lugar, a los materiales de construcción disponibles, a la cultura local y, por supuesto, a las modas del momento.
La aparición de pinturas de todos los colores y de materiales procedentes de cualquier parte del mundo han dejado en manos de los propietarios la responsabilidad de decidir el tono de sus fachadas. Y aunque pueda parecer una tarea sencilla, no lo es: elegir entre cincuenta tonos de blanco o de arena sin una referencia común es casi imposible. La falta de conocimiento, los gustos personales o las votaciones en comunidades de vecinos terminan dejando el color de la ciudad en manos del azar, como si elegir el tono de una fachada fuera cuestión de suerte.
El color, además, fluctúa según las modas, las condiciones económicas o incluso las ideas políticas. En épocas de escasez, por ejemplo, se tiende a pintar en gris para no tener que repintar pronto; hay edificios que buscan diferenciarse con colores inusuales; y hay momentos o regímenes que asocian el orden con la homogeneización. Todo eso influye en la manera en que nuestras ciudades van perdiendo su diversidad cromática.

Da la impresión de que el color apenas se considera en los proyectos arquitectónicos actuales. ¿Es así? ¿Por qué se ha convertido en algo casi secundario, cuando en realidad define la identidad visual de una ciudad?
La arquitectura contemporánea no ha perdido el color. En muchos lugares del mundo se están construyendo nuevos edificios fantásticos, llenos de matices y con propuestas cromáticas muy diversas: a veces en diálogo con el entorno y otras en contraste, pero siempre con identidad. Es decir, el problema no está en la arquitectura actual, sino en una tendencia local hacia la uniformidad que se está produciendo sobre todo en el País Vasco y en otros puntos de España.
En las promociones nuevas vemos cada vez más lo que podríamos llamar “fast food arquitectónico” o “arquitectura cebra”: edificios resueltos con los mismos sistemas constructivos, los mismos materiales sintéticos y una paleta reducida -blancos, grises y negros-, sin reflexión sobre el lugar ni sobre la materialidad.
En las rehabilitaciones la pérdida es aún mayor porque se borra lo que ya existía. Muchos edificios con estilo, proporción y colores propios están desapareciendo bajo envolventes lisas y anodinas que eliminan su valor arquitectónico y su historia. Es una pérdida silenciosa pero profunda, que está desdibujando el carácter y la memoria visual de nuestras ciudades.

El caso del antiguo Náutico, que también fue de colores, parece un ejemplo claro. ¿Podemos decir que Donostia ha tendido a blanquearse, literalmente?
El caso del antiguo Náutico es realmente curioso. Muchos arquitectos creen que el edificio se construyó completamente en blanco, pero es un autoengaño colectivo provocado por las revistas en blanco y negro de la época. Si uno observa bien las imágenes publicadas entonces, se aprecia que el edificio presentaba diferentes tonos, lo que demuestra que no era blanco. Sin embargo, la mente humana tiende a rellenar ese vacío cromático con el blanco, y así ha quedado instalado el mito.
Este ejemplo revela una falta de investigación y de interés por el estudio del color en la arquitectura. A menudo se protegen edificios de enorme valor sin analizar ni documentar sus colores originales, como si esa información fuera secundaria.
No sé si Donostia ha tendido exactamente a blanquearse -el blanco también forma parte de su arquitectura vernácula, basta mirar la Parte Vieja-, pero lo cierto es que en los últimos diez años los cambios cromáticos han sido vertiginosos. Y sí, llaman la atención: la ciudad se está volviendo cada vez más uniforme, más fría y más ajena a su propio carácter.
Ustedes han elaborado junto al Ayuntamiento unas fichas de criterios de intervención para edificios no protegidos. ¿De dónde surge esta iniciativa? ¿Fue una petición del Departamento de Urbanismo o una propuesta de ckARMIN?
El trabajo surge de la preocupación del equipo ckARMIN ante lo que consideramos una pérdida alarmante del patrimonio arquitectónico de la ciudad. Como grupo de investigación, nos parecía fundamental buscar un equilibrio entre la mejora energética de los edificios y la protección del patrimonio construido, que muchas veces queda fuera de cualquier normativa por no estar catalogado.
De esa inquietud nacieron las fichas de criterios de intervención, una herramienta que busca orientar las rehabilitaciones y ofrecer pautas claras a técnicos, vecinos o comunidades.
Al Departamento de Urbanismo le pareció un trabajo interesante porque comparte la preocupación por las intervenciones que se están realizando en muchas fachadas, aunque no puedan actuar directamente al tratarse de edificios no protegidos. Por eso vieron en estas fichas una buena guía de recomendaciones y buenas prácticas que puede ayudar a intervenir con más criterio y sensibilidad.
¿Qué contienen exactamente esas fichas? ¿Son orientaciones estéticas, recomendaciones técnicas o una especie de “manual de buenas prácticas” para rehabilitar sin borrar la identidad original?
Cada ficha analiza distintos aspectos de la fachada -su composición, volumetría, materialidad, proporciones y cromatismo- y propone criterios generales para mantener la coherencia del conjunto sin renunciar a la mejora energética o funcional. En definitiva son una especie de guía de buenas prácticas que puede ayudar a tomar decisiones con mayor criterio y sensibilidad. El objetivo es concienciar a técnicos, propietarios y comunidades de vecinos de que conservar los rasgos originales no significa quedarse atrás, sino revalorizar el edificio y contribuir a un paisaje urbano más armónico y reconocible.
¿Qué va a hacer Urbanismo con ese material? ¿Se integrará en futuras normativas, en licencias o servirá como documento de consulta?
Estas fichas son, ante todo, una herramienta práctica y visual pensada para orientar las intervenciones en edificios no protegidos. No son una norma ni una imposición, sino un material de apoyo que ayuda a entender qué decisiones respetan la identidad arquitectónica y cuáles la alteran.
El Catálogo de los colores característicos que han elaborado junto a Aiadek también forma parte de ese trabajo. ¿Cómo se reconstruye una paleta cromática original? ¿Qué técnicas o fuentes se utilizan para “leer” el color antiguo de una fachada?
En este caso no se trataba de analizar un edificio histórico concreto, sino de estudiar el conjunto del Ensanche Cortázar, Goikoa y Oriental. Por eso el enfoque ha sido diferente: no buscábamos determinar el color original de cada fachada, sino identificar las gamas cromáticas características del conjunto urbano.
El trabajo consiste en medir los tonos presentes en los edificios protegidos más representativos, estudiar su relación con los materiales y estilos -neoclásico o ecléctico, principalmente- y a partir de ahí definir una paleta de combinaciones posibles. La idea es que cualquier técnico o comunidad que quiera rehabilitar una fachada pueda elegir entre opciones coherentes con la arquitectura del lugar: por ejemplo, un fondo claro con recercos color arena y carpinterías grises, o variantes que mantienen la armonía del entorno.
Si se tratara de un edificio histórico concreto, el proceso sería distinto: habría que tomar muestras físicas, analizarlas en laboratorio y estudiar las sucesivas capas de color para determinar las fases cromáticas originales. Pero en el caso del Ensanche, un tejido urbano más homogéneo y relativamente reciente, el objetivo es ofrecer un catálogo abierto y práctico, que sirva de guía para mantener la coherencia cromática de todo el conjunto.
¿Qué descubrieron al hacerlo? ¿Les sorprendió algo en particular sobre la gama de colores que tuvo el Ensanche?
Más que la gama cromática original, lo que realmente nos ha sorprendido es el contraste entre el cuidado que existía al principio del Ensanche y la falta total de regulación actual. Hoy no hay ningún catálogo de color ni referencia normativa, pero las Ordenanzas de 1864-1865 ya establecían que “el pintado o color de la fachada deberá escogerse de entre los que tiene aprobados la Municipalidad y se hallan de manifiesto en su secretaría”.
Unos años después, las Ordenanzas de 1905-1916 exigían además que los materiales “de lujo” fueran aprobados previamente por el arquitecto municipal, tras la presentación de muestras. Es decir, existía un control muy consciente para garantizar una imagen urbana coherente y decorosa. Con el tiempo, ese rigor se perdió y hoy, con una paleta de colores prácticamente infinita, la coherencia cromática del Ensanche depende más del azar que de una orientación común.
Más allá del color, ¿hasta qué punto creen que estamos perdiendo la diversidad material y estética de las ciudades por la uniformidad de los sistemas constructivos?
No creemos que sea un fenómeno universal, pero sí muy acentuado en el País Vasco, donde hay una gran capacidad económica y un ritmo alto de renovación de fachadas. Aquí se ha impuesto una especie de monocultivo constructivo, en el que casi todas las rehabilitaciones se resuelven con los mismos sistemas -fachadas ventiladas o SATE-, cuando en realidad existen muchas alternativas igual de eficientes energéticamente.
En otras ciudades europeas, como Londres o Copenhague, se construyen barrios enteros con ladrillo visto o materiales tradicionales reinterpretados, perfectamente aislados y contemporáneos, pero con una riqueza material y cromática mucho mayor.
Lo que ocurre aquí responde más bien a una dinámica de la industria: cuando un sistema funciona y da buenos resultados, se generaliza. Pero esa comodidad técnica acaba produciendo una pérdida de matices materiales y estéticos, y una cierta uniformidad visual que empobrece nuestras ciudades.
Además se tiende a comparar edificios nuevos con otros envejecidos -y claro, lo nuevo siempre parece mejor-, aunque no necesariamente lo sea desde el punto de vista arquitectónico o urbano. En otros contextos, la normativa local protege el paisaje urbano y evita precisamente esa homogeneización. Aquí, sin embargo, esa reflexión aún está pendiente.
¿Qué papel puede jugar la ciudadanía en todo esto? ¿Deberíamos exigir más sensibilidad hacia la identidad arquitectónica cuando se rehabilitan los edificios de nuestros barrios?
Por supuesto que hay que exigir más sensibilidad hacia la identidad arquitectónica de nuestros barrios. No podemos decidir cómo rehabilitar un edificio solo porque “se lleva” un determinado acabado. Cada construcción pertenece a una época, a un estilo y a unos materiales concretos, y eso forma parte de su valor. La arquitectura que conforma nuestros barrios y ciudades es patrimonio de todos los ciudadanos, no solo de la comunidad propietaria del edificio.
Hoy muchos edificios se cubren con sistemas que no son arquitectura, sino meras envolventes técnicas, que los dejan planos, sin textura ni composición. Se les coloca una máscara que borra su identidad y con ella parte de la historia del barrio.
La ciudadanía debe exigir calidad y sensibilidad, no conformarse con lo más barato o lo más rápido. Porque esas decisiones también afectan al valor de los edificios y a cómo nos sentimos en ellos. Hay que recuperar el orgullo de vivir en un edificio con historia, en un lugar que nos conecta con la memoria y la identidad de la ciudad. Más información: Una exposición reivindica el color y la identidad del Ensanche donostiarra



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