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Sociedad

La ‘cara b’ de la plaza de la Constitución de Donostia

Media docena de personas duermen todas las noches en los soportales de uno de los puntos más emblemáticos de la Parte Vieja

John, Rasta y Mohammed duermen estas frías noches en la plaza de la Constitución de Donostia. Fotos: Jon Pagola

“¡Nos estamos muriendo de frío!”, exclama John sentado en las escaleras de uno de los soportales de la plaza de la Constitución. A pocos metros, justo en el centro de la explanada, una especie de iglú iluminado recuerda que aún es Navidad. Los bares de la zona pliegan sus terrazas como tímidos acordeones. Las temperaturas se desploman. Hace apenas cuatro grados, llueve y son casi las ocho de la tarde. John Eboseli, de origen nigeriano, llegó hace 21 años a Andalucía, de ahí se fue a Bilbao y hasta que llegó la pandemia dormía en el edificio Infernua de Ibaeta junto con varias personas de diferentes nacionalidades. La amenaza del COVID les dejó en la calle. Desde hace tres meses, cuenta, es uno de los 8 sintecho que pasan la noche en este rincón de la emblemática plaza de la Parte Vieja donostiarra.

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John Eboseli.

La cantidad de gente que se acurruca y trata de descansar con mantas y cartones fluctúa de un día para otro. Pueden ser 6, 7, 10. Depende. Jhedi, al que todos llaman Rasta, es uno de los fijos. Llega contento, acompañado de una amiga que se presenta como Lovely. Cuando el frío arrecia, a las tres o cuatro de la mañana, prefiere dormir al lado del mar, en los bajos de La Concha. Dice que es más agradable, que no lo pasa tan mal. Su historia es muy parecida a la de John. Cruzó la Península de sur a norte. Trabajó un tiempo en Sevilla. En Bilbao encontró a varios amigos, “una familia”, matiza. Pasó un tiempo en Infernua donde conoció a John, que ejerce como portavoz de este grupo heterogéneo de africanos, portugueses y rumanos que batalla por sobrevivir.

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Jedhi, más conocido como ‘Rasta’.

Pese a todo, Rasta sonríe todo el tiempo. Sonríe como filosofía de vida:
-¿No se hace duro estar aquí?
-Sí, pero siempre es mejor sonreír-, resume.

Sepultado por un alud de mantas, un hombre duerme en un lateral. Le dejan que descanse, a su aire. Pronto llegarán más, con el toque de queda acechando sus movimientos. Otros se marchan. Es el caso de Mohammed Amad, un bereber amable y hablador que lleva 17 años en Euskadi y duerme en una casa de acogida. De nueve de la mañana a nueve de la noche se busca la vida. Muchos días se acomoda como buenamente puede en los soportales. Tiene una lesión en la pierna por un accidente de moto, lo que limita sus movimientos. “Soy ayudante de cocina y hasta que llegó el virus trabajé en el restaurante La Fábrica de la calle Puerto”, explica. Enumera a toda la gente que conoce en el barrio. Se hace querer. Su recorrido laboral por todo el territorio es extenso, conoce Gipuzkoa de arriba abajo. “No quiero vivir de las ayudas. No quiero la RGI. Quiero trabajar”, advierte antes de poner rumbo al albergue.

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Mohammed Amad.

La esperanza tiene una fecha: 24 de enero. Es el día que, al parecer, John y el resto se reunirán con los representantes municipales para buscar una solución. Quieren dormir en una cama. Es su única reclamación. ¿Por qué tienen que esperar tanto? ¿Qué les dicen en el Ayuntamiento? Rasta responde encogiéndose de hombros, como si no entendiese nada sobre burocracia y farragosos papeleos. “Nos han dicho que está todo full, hay lista de espera”. John, visiblemente enfadado, corrobora la versión de su compañero: “No hay sitio para nosotros”. Y lanza un reto: “Yo me encargo de buscar cartones y a ver si el alcalde o algún otro es capaz de pasar 24 horas aquí. Si lo hacen, les doy 100 euros”.

Mientras la plaza languidece definitivamente, la luz del iglú navideño sigue brillando. Es Navidad. Un chico aparece de la nada. Se acerca al grupo. Se saludan. “¿Queréis algo para comer?”, pregunta. Piden pizza y unas alitas de pollo. Y es que gracias a un grupo de voluntarios pueden comer algo caliente todas las noches.


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