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Risas que duelen en ‘El triángulo de la tristeza’

La última película de Ruben Östlund ('The square') es una amarga, lúcida e inmisericorde reflexión sobre la sociedad actual en la que no deja títere con cabeza

Una de las escenas de ‘El triángulo de la tristeza’.

La risa puede ser incómoda, clarividente, e incluso la forma más contundente de toparse con la realidad. Puede doler. Y en ‘El triángulo de la tristeza’, la última película de Ruben Östlund (‘The square’), duele (maravillosamente) y mucho. En algunos momentos, de forma apenas perceptible; en otros, brutalmente, tanto que al salir de la sala de cine, uno se siente noqueado como recién bajado del ring. Puede que ‘El triángulo de la tristeza’ sea la comedia más amargamente divertida de los últimos años. Puede también que sea la crítica más lúcida e inmisericorde de la sociedad actual en la que no queda títere con cabeza. El dinero, el postureo, el mercado de trabajo, el ocio, la estupidez, la falsedad, el poder, el servilismo, el amor y el sexo e incluso los reality show, todo lo ausculta Östlund con una implacable cámara que retrata (a veces simultáneamente) lo peor y lo mejor del ser humano. Es inevitable reír, pero justo en el momento en el que las carcajadas brotan, arañan. Porque Östlund pone el dedo en la llaga. Porque, aunque muchas de las situaciones están teñidas de un cierto regusto absurdo, son plenamente reconocibles e incluso, muchas de ellas, en plenas carnes. Quién no ha tenido que cumplir alguna vez órdenes laborales estúpidas, quién no ha tenido la sensación de que la humanidad camina hacia la autoextinción…

Como en todos los filmes de Östlund (aquí vuelve también a ser el autor del guión), hay momentos delirantes y otros crudamente esclarecedores.

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Estructurada en tres actos (y no es casual), ‘El triángulo de la tristeza’ sigue la pista a un modelo, Carl (Harris Dickinson) y a una influencer, Yaya, (Charlbi Dean) que, tras una importante bronca por ver quién paga la cuenta en el restaurante, continúan sus andanzas en un crucero de lujo al que son invitados. Allí se encuentran con todo tipo de millonarios excéntricos y miembros de la tripulación a cuál más dispuesto a convertir la experiencia en la mejor de sus vidas a pesar del ausente capitán, que se obstina en emborracharse en su camarote. Pero las cosas empiezan a torcerse [atención, spoilers] hasta el punto de que los protagonistas se dan cuenta de que el dinero no lo es todo, que hay situaciones en las que ser un inútil no es un activo para la supervivencia.

Palma de Oro a la Mejor Película en la pasada edición del Festival de Cannes, ‘El triángulo de la tristeza’ se apoya en una prodigiosa puesta en escena, ciertamente muy teatral, como la propia estructura del filme en tres partes bien diferenciadas; en unos afilados diálogos (la conversación crítico-nostálgica del Telón de Acero en torno al capitalismo y el comunismo mientras el barco zozobra es antológica) y en unas situaciones que sacan punta a lo más nimio. Sobre todo ello brilla la contundente fuerza visual que Östlund sabe imprimir a un metraje, quizá algo largo, pero  cuya dimensión como conjunto salva mitigando las posibles irregularidades de ritmo. Así, mientras la primera parte es un plano/contraplano centrado en Carl y Yaya y el poder del dinero, la segunda, ya en alta mar rodeada de millonarios aburridos de su propio dineral, ofrece, con un divertido regusto escatológico, un cambio de tornas para [atención, spoliers], ya en el último acto del filme, proponer una especie de reality show en el que los que antes limpiaban las letrinas del barco se convierten en los amos de la nueva situación.

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El colmo del enredo se revela finalmente en la última escena del filme, como en una de esas maravillosas obras absurdas que Oscar Wilde convirtió en arte. Esta revelación llega a ritmo de aturdidora música tecno y haciendo entender por qué Abigail (Dolly de Leon) no quiere volver a limpiar letrinas y cuán fina es la línea entre el explotador y el explotado.

Es entonces cuando uno se da cuenta de que muchas de las risas vertidas a lo largo del filme, duelen… como en un ritual catártico.


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